Tenemos que hablar y compartir algún momento. ¿Tenemos que hablar y decidir qué está pasando entre los dos. De qué puedo hacer, si mis ojos huyen de los tuyos sin querer? Así empieza una canción. Es el dolido reclamo de un cónyuge al otro ante la pared levantada entre ambos, o el huracán que va aumentando sus vientos, o rayo luminoso de odio donde hubo luz de amor. Hablar, no, dialogar.
El matrimonio en la práctica, y por encima de muchas otras definiciones, es un mutuo y continuo acuerdo de mutua satisfacción. Y eso se consigue sentándose el uno frente al otro a analizar, a regalarse mutuamente el yo activo de cada uno. A dialogar.
Y el diálogo es de lo más difícil que hay. No es bla, bla, bla. Además, mantenerse dialogando sobre problemas que afectan profundamente sin que el diálogo degenere en discusión vehemente, es una empresa de titanes. Y sobre todo mantenerse dialogando hasta el final, cuando me tocan puntos sensitivos, requiere una madurez de medalla de oro olímpico. Porque dialogar exige personas que sean capaces de enfrentarse a todos los problemas por desagradables que sean, y no meterlos debajo de la alfombra. Lo malo es que no se ven, pero ahí se pudren y al cabo del tiempo el mal olor será irresistible. El diálogo requiere una gran humildad y apertura de mente para aceptar los propios errores y defectos, la verdad que hay en lo que la otra dice, aunque esta verdad hiera hasta sangrar.
Ese diálogo exige saber controlar las propias emociones y el deseo de querer imponerse al otro, y no rehuir los sacrificios y renuncias que el hallazgo de esa verdad le va a imponer.
¿No es verdad que esto requiere una enorme madurez en los sujetos que dialogan? Por eso se confirma el dicho de que el matrimonio es para personas maduras. Reconociendo que es difícil la tarea, a la larga resulta mucho más doloroso el no dialogar, porque los problemas se pudren, las heridas se infectan y lo que al príncipe se hubiera curado con una pequeña incisión, después hay que amputar el brazo o la pierna. Cuántos matrimonios se han roto, con los sufrimientos que una ruptura conlleva, por no haber sabido dialogar a tiempo.
Como el matrimonio es acuerdo de mutua satisfacción, el diálogo debe aclarar qué deseas de la otra persona en una área concreta. Lograr que esa persona entienda lo que deseas, y por qué es importante para ti conseguirlo. Luego conseguir que esa persona acepte seriamente el acuerdo de ayudar a conseguir ambos ese objetivo concreto. Y como todo es recíproco, tendrías entonces tu que entender profundamente lo que desea también esa otra persona, por qué es importante para ella conseguirlo, y de forma seria comprometerte, en la medida de tus fuerzas, a conseguirlo. Estos acuerdos a veces es mejor escribirlos. De esta manera, cuando uno de los dos no esté satisfecho con lo acordado, pueden dialogar para cambiar el compromiso, o para acordar de qué otra manera se pueda conseguir. Y todo esto conlleva madurez, escucha atenta al otro, compartir no como con un enemigo de quien quiero sacar la mejor tajada. Compartir para empeñarme en lograr lo que al otro le satisface y viceversa.
Hay que tener capacidad humana para lograr este diálogo. Por eso, para mi, si una persona es ensimismada, totalmente cerrada en si misma, con incapacidad para abrirse a las necesidades de otras personas, con voluntad demsiado débil para cumplir compromisos, con sordera emocional o poca empatía para ponerse en las sandalias de la persona con la que convive, yo consideraría que esa persona no tiene capacidad para entrar en matrimonio. Una de las causales más usadas en la nulidad matrimonial es “incapacidad para asumir las obligaciones matrimoniales por causas síquicas”. Para mi ese tal encajaría en ese cuadro de invalidez matrimonial. Mucho más si, entendiendo su incapacidad natural para el diálogo, no se le ve ningún esfuerzo para superar su carencia.