Suelo afirmar, con cierto regocijo, que el principio fundamental del matrimonio es que “al que no cuida la finca, ¡se la talan! Suena poco proverbial la frase, pero comprende mucha sabiduría. No cabe duda que, si uno posee una finca, pero siembra y nunca pasa por allí, o deja abandonada casa y siembra, no es extraño que alguien se lleve los plátanos o termine vandalizando la casa. Lo que tiene valor hay que cuidarlo. Si no lo cuidas, significa que eres un vago de siete suelas, o que no lo valorizas.
El matrimonio, visto como una palabra empeñada ante tu comunidad, o más excelso, visto como la misión sagrada recibida de Jesús, por quien fuiste bautizado, debe considerarse como la finca maravillosa puesta en tus manos. Así pensaba el dueño de los talentos, que recompensó a sus siervos con diversa cantidad, y a todos les indicó: ¡Negocien en lo que yo regreso! Eso significa que debo tener el ojo puesto en lo que va sucediendo en esta relación de hombre-mujer.
En mi experiencia he constatado con tristeza que algunos casados actúan como el pescador que deja el bote en la orilla, sin amarrar, y tristemente a la madrugada este aparece por Fajardo. Son como los malos comerciantes. El buen comerciante está atento a la movida del mercado: qué se vende, cómo se presenta la competencia, qué publicidad estoy necesitando. Todo, porque lo mío es vender. Y peor si te ponen un Wal-Mart al lado. Pero los matrimonios regularmente no sacan tiempo para tomarse el pulso: qué estamos logrando, qué situaciones me preocupan, qué actitudes mías o del compañero son ya muy inadecuadas. Es lo que devotamente se logra con el examen de conciencia. Pero no. Se casan y, ¡a Dios que reparta suerte!
A los religiosos en sus reglas canonícas se les exige dedicar seis o más días al año para Ejercicios Espirituales. No se trata de conocer algo nuevo. Se trata de fortalecer esa amistad y conocimiento profundo con el divino Salvador, que es lo que la gasolina al motor del carro. Si no, nos quemamos; perdemos motivación, olvidamos la alegría del servicio en la Iglesia. Y veo que los casados no sacan un tiempo parecido para evaluarse. A los talleres de matrimonios lo normal es que quienes asisten se animan porque están pasando una gran crisis. Es como el que nunca va al médico sino en emergencia, cuando ya no aguanta el dolor.
Otro error que observo en las parejas es que, pasada la luna de miel, sin darse cuenta, convierten la relación en responsabilidad, buscar dinero para pagar facturas, ajoro para arreglar la casa, entrega máxima a la atención de los hijos. Se pierde la alegría de su relación, el gozo de intimar, de escaparse como cuando novios para estar juntos, lejos del bullicio de las responsabilidades. Entonces el matrimonio es una carga. Y lo curioso es que hasta en pedagogía, como se aprende mejor es jugando.
Cuando se descuida la finca alguien se mete en el corral. Dice la física que la naturaleza aborrece el vacío. Como aborreces la relación, llenas el vacío con lo que te distrae más, o incluso con lo que tóxicamente acaba con tu relación. Valen más los amigos, la bebida solo en el bar, las conquistas pasajeras, el irme con mami, el bucear la conversación placentera en el/la amante. La finca termina destrozada. Por eso, ¡ojo al pillo! Al demonio no le interesan los que están mal; les ahorran trabajo. Se especializa en los que van bien, para poco a poco meter enemigos en la finca. Y termina talada.