Una Familia que Ora

Escritos

No es fácil hoy. Hemos creado una familia disgregada: locos horarios de trabajo de ambos cónyuges que ni coinciden para verse, programas televisivos que apasionan, la nena que va a estudiar con la amiguita en la otra casa… No es fácil para la familia encontrar el momento de oración común. En una vida rural no había otra cosa que hacer, puesto el sol. Y el rosario de familia podía ser parte de la rutina familiar.

No es fácil. Pero merece la pena el esfuerzo. Aunque sea en estos breves, simbólicos: alguna comida especial que se tiene en común, como parte de esa fiesta de cumpleaños, en los tiempos «fuertes» de Adviento o Cuaresma… Aunque no fuese rutina de cada día, se podrían conseguir las ocasiones. Es cuestión de querer. Y verlo como un valor.

¿Por qué es valor? Porque se hace conciencia de forma explícita de que en esta familia se valora la fe. Porque esa presencia divina, invocada y sentida en el hogar, barniza de divinidad todas las experiencias del convivir familiar. Hemos oido hasta la saciedad: «Familia que reza unida permanece unida». No es cuestión de probar en teoría el aserto, sino de probarlo con gestos sencillos de oración familiar, y ver si se nota la diferencia. Probando es como se guisa.

Aquel padre cristiano sintió la diferencia, cuando su hijo naufragó en el mar con otros compañeros. De noche era un milagro encontrarlos en la oscuridad sin equipo especial de luces, que no tenían. Los hallaron. Y supo entonces el padre que, ante el derrotismo suicida de los demás que se querían dejar morir, su hijo oraba con todos y mantenía la esperanza de que alguien los en contraría. La oración, ensayada en el ámbito familiar, había sido la diferencia.

Nos lo cuentan parejas que lo viven. Como aquella: «Los niños nos cuestionan y confrontan con su candidez sin frenos. En nuestro hogar solemos bendecir la mesa. Es nuestra rutina, y nuestros niños se turnan (a veces se pelean) para pronunciar esa breve oración». Y otro: «En una ocasión estábamos de recreo familiar y fuimos a comer al restaurant de un hotel. Servida la comida, iba ya a echarme a la boca el primer bocado (qué hambre da la playa!) cuando me interrumpió la voz aguda de mi nena de 5 años: «No, papi, todavía no hemos rezado». Enrojecieron mis orejas, pero le di la razón, y me alegré mucho de lo que había aprendido.»

Padre Jorge Ambert, S.J.

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